Los deportistas que llevaron la Guerra Fría a la cancha

La Guerra Fría, de la que aún hoy en día quedan reminiscencias, fue el enfrentamiento político que fracturó las alianzas establecidas durante la Segunda Guerra Mundial y dividió al Hemisferio Norte en dos grandes bloques: los aliados de Estados Unidos y los de la U.R.S.S.

Todavía brillaban con un rojo vivo los rescoldos de los últimos bombardeos de la guerra cuando comenzaron las tensiones entre los países que se dieron la mano tras convergir en Alemania en la última fase del conflicto. La U.R.S.S. estableció gobiernos afines en los países de Este de Europa que liberaron del yugo nazi por sus propios medios, mientras que Estados Unidos se garantizaba el agradecimiento del resto del continente con el dinero del Plan Marshall.

Estas maniobras políticas generaron dos bloques que luego acabaron formalizándose en dos grandes tratados militares, la OTAN y el Pacto de Varsovia. La tensión era enorme, pero había un detalle que evitó durante décadas el enfrentamiento directo. El equilibrio en armamento nuclear aseguraba la completa destrucción de ambos bloques en caso de llegar a las armas.

La Guerra Fría dio lugar a numerosas crisis y conflictos de influencia. La guerra de Corea, los misiles de Cuba, la guerra de Vietnam, la invasión de Afganistán… También afectó al deporte. Los estadounidenses y sus aliados boicotearon los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, afrenta que fue contestada cuatro años más tarde con el boicot de los soviéticos y sus estados satélite a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984.

Pero antes de que la política tuviera tal grado de injerencia en las competiciones, las inigualables virtudes del deporte sirvieron para establecer un terreno neutral donde atletas de todos los países involucrados pudieron competir sin restricciones. Ahora bien, la tensión política acompañó durante todo ese tiempo a los enfrentamientos en los terrenos de juego.

Hay muchos episodios de enfrentamientos directos con resultados conflictivos entre países de uno y otro bloque.

Las famosas series de hockey sobre hielo entre Canadá y la U.R.S.S., propuestas como gesto de distensión en 1972 y que se volvieron broncas y enconadas cuando los favoritos, los profesionales canadienses, resultaron perdedores parciales por 1-2 en los cuatro partidos jugados en su país y acudieron a Moscú a remontar por todos los medios. Los partidos no tuvieron nada de amistosos, y Canadá acabó ganando la serie por 4-3 con acusaciones hasta de una lesión intencionada del mejor jugador soviético, al que le fracturaron el tobillo en el sexto partido.

O la batalla campal entre los húngaros y los soviéticos en las semifinales de waterpolo de los Juegos Olímpicos de Melbourne en 1956. Las magiares, que acababan de vivir una salvaje represión de los soviéticos en su país para tumbar un gobierno reformista, se lanzaron a la piscina dispuestos a vengarse. Los soviéticos aceptaron el reto e igualaron en malas artes a sus rivales, hasta que el partido tuvo que suspenderse a un minuto del final para tratar una herida abierta de un jugador húngaro. Hungría fue declarada vencedora por el 2-1 que figuraba en el marcador parcial. El público australiano abroncó y escupió a los waterpolistas soviéticos cuando abandonaron el pabellón.

Pero hubo dos partidos muy especiales que tuvieron un efecto dramático en el deporte mundial, y que enfrentaron directamente a los países que lideraban ambos bloques. Cada país tiene una historia de humillación y otra de heroísmo a cuenta de dos partidos cruciales en la historia del olimpismo.

El primero fue la final de baloncesto entre los EE.UU. Y la U.R.S.S. en los juegos Olímpicos de Munich de 1972.

El baloncesto debutó en los Juegos Olímpicos en Berlín en 1936. Desde entonces, el equipo masculino de EE.UU. había ganado todos sus partidos en la competición, y acumulaba siete medallas de oro consecutivas, todas las que se pusieron en juego.

Al ganar sus primeros ocho partidos en Munich, hasta la final, la racha de victorias de los estadounidenses era ya de 63 victorias ininterumpidas.

En la final esperaban los soviéticos, eternos medallistas de plata y campeones de Europa. Ya contaban con victorias sobre equipos de EE.UU. en los Campeonatos del Mundo, pero la federación americana siempre tenía la excusa de no mandar a sus mejores jugadores universitarios a ese torneo en particular, que luego sí eran reclutados para mantener la hegemonía olímpica.

La sorpresa planeó sobre el pabellón durante todo el partido. Los soviéticos se retiraron al vestuario para el descanso con cinco puntos de ventaja, que llegaron a ser diez mediada la segunda parte. Los norteamericanos recortaron distancias. A tres segundos del final, el que luego sería el primer entrenador de Michael Jordan en la NBA, Doug Collins, atrapó un pase largo y se disponía a finalizar un contraataque para poner a su equipo por delante. Los soviéticos le hicieron una durísima falta.

Collins anotó el primer tiro libre y empató el partido. Estaba lanzando el segundo cuando sonó la bocina. El tiro libre acabó dentro y los árbitros lo dieron por bueno ante la indignación de los soviéticos, que sostenían que habían pedido un tiempo muerto que se les debió conceder antes del segundo tiro libre de Collins.

La mesa de anotadores perdió los papeles y, por diversos problemas con el marcador y la bocina, el saque de fondo acabó siendo repetido en tres ocasiones. En la primera, un jugador ruso se encontraba driblando en media cancha con remotísimas posibilidades de anotar a falta de un segundo cuando la mesa paró el partido. A la segunda, una jugada diseñada para que el balón llegara a manos del pívot Alexander Belov bajo canasta acabó con el balón rebotando en el tablero. Por fin, en la definitiva, Belov atrapó el balón en posición ventajosa y anotó la canasta que significó el fin de la invencibilidad olímpica de los americanos.

Indignados por el caótico final y enormemente dolidos por la derrota, el equipo de EE.UU. se negó a recoger la medalla de plata.

La historia dio un giro de 180º en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1980, en Lake Placid.

Meses antes del boicot a Moscú, los soviéticos enviaron un equipo completo a Estados Unidos. Las grandes estrellas de la delegación eran los integrantes de la selección de hockey sobre hielo, campeones de seis de las últimas siete ediciones. Presentaban un equipo con gran experiencia internacional y volvían a ser los favoritos. Para preparar el torneo, jugaron nueve partidos contra equipos de la NHL. Ganaron cinco y empataron tres.

Los soviéticos, en el último partido del grupo de clasificación, derrotaron a los canadienses, plagados de pros. Les cerraron las puertas a la ronda de medallas, a la que les acompañó Finlandia.

Por contra, los jugadores estadounidenses eran muy bisoños. Solo cuatro de ellos tenían una ligera experiencia profesional, y el resto eran universitarios. Conformaban el equipo más joven de la competición, y también el más joven que la federación estadounidense había puesto jamás sobre el hielo.

Los imberbes jugadores locales se convirtieron en los héroes del torneo arrancando un empate ante la brillante selección sueca y arrasando a la otra gran favorita, Checoslovaquia, a la que le metieron siete goles (7-3). El país adoraba a sus nuevos ídolos. Gracias a ese resultado, los suecos se convirtieron en el cuarto equipo en acceder a la ronda final.

Las medallas se jugaron con un formato de grupo, todos contra todos. El enfrentamiento más esperado y el que a posteriori decidió la medalla de oro, fue el ansiado duelo entre los sorprendentes representantes de EE.UU. y los favoritos, la U.R.S.S.

Los soviéticos tenían ventaja de 3-2 después de los dos primeros periodos, de los tres de los que se compone un partido de hockey sobre hielo. Los americanos, en lo que hoy se recuerda como el “Milagro sobre hielo” de Lake Placid, remontaron en los últimos 20 minutos, y consiguieron el resultado necesario para jugar por la medalla de oro y ganarla contra Finlandia.

La U.R.S.S. derrotó a Suecia y ganó la plata. Sin embargo, los jugadores del equipo rojo renunciaron a que su nombre fuera grabado en las medallas de plata, no por minimizar el triunfo de E.E.U.U., sino por la humillación que les provocó no ser capaces de derrotar a los jóvenes jugadores locales.

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